Vi si Bi li dad!!
Daniela Seggiaro viene haciendo películas sobre la comunidad wichi y su invisibilidad, y en las que también pone el signo de pregunta sobre la vida de las “mujeres blancas” en los límites del mundo wichi. Pero todo el proyecto de Seggiaro corre el riesgo de que le pase lo mismo que a sus protagonistas: que nadie lo vea, que quede como una carta sin leer. Y sería una pena, porque la carta tiene varixs destinatarixs. (Entre otrxs, el cine y su relación con la etnografía).
Husek (2022) cuenta la historia de Ana (Verónica Gérez), una arquitectura que trabaja en el gobierno salteño y es testigx (hasta sufrir en carne propia) del maltrato y la extorsión que una comunidad wichi sufre por parte del estado: un fraudulento programa de viviendas sociales para desposeerlos de sus tierras, en espejo con el acoso laboral y cotidiano que ella sufre todos los días, soportando los comentarios racistas de sus compañeros, un ambiente normalizado de agresión y algún que otro “asqueroso” dando vueltas, además del cinismo de una burocracia gerencial poco edificante. La película trata de la identificación de Ana con lxs habitantes nativxs del monte a lxs que el estado quiere desalojar porque las tierras ya fueron vendidas (“aunque en realidad uds son los dueños”, como reconoce un funcionario).
En el fondo se trata de la política frentista: de las alianzas y su dificultad, de poder escucharse (y leerse) desde perspectivas distintas. La mayoría de los críticos se preguntaron apenas si es un tributo al documental etnográfico, si tiene que ver con las convenciones del drama social, del fantástico, etc. Después, se preguntaron si la peli “baja línea” (lo que estaría mal en una película sobre el mundo wichi, aunque, si aceptaran que un eje de Husek es el feminismo, no se animarían a decirlo porque sería como decir que “se les pasa la mano, se van de mambo”).
Husek empieza con la mención de un terremoto, que recuerda a Nosilatiaj / La belleza (2012), la anterior película de Seggiaro, al menos si unx ve las dos la misma semana, como hice yo. En Nosilatiaj, la historia queda recogida en una integrante de la etnia wichi, una jovencita (Yolanda) que trabaja en casa de una familia criolla, a las órdenes de una mujer cuya vida resulta ser un tanto infeliz. En toda la película se habla de un terremoto que podría llegar. El conflicto principal de la película es la apropiación de la cabellera de la protagonista, que a la mala le hacen cortar.
Un simple corte de pelo forzado ya es bastante violento, pero en el ambiente que la película retrata, tiene resonancias más duras. Yolanda (Rosmeri Segundo) ve a sus hermanxs de Husek desde el futuro, ya sabe qué les pasa si pierden la tierra: se proletarizan y deben irse a buscar trabajos poco interesantes en la ciudad, o en algún pueblo, donde tras perder todo también pierden su cultura y su habla (y su pelo, como ella). Obviamente, la solución es la organización de un “área base”, en términos maoístas, un recodo inaccesible para el estado desde el que pueda hacerse presión cómodamente, desde el monte sobre la ciudad y la estructura estatal.
Las películas de Seggiaro no abordan esta solución directamente, pero la línea que va de Nosilatiaj a Husek es la de una contradicción creciente, y la de una polarización del espacio. La historia de Yolanda está situada en un área rural pero “criolla” (es decir que signada por el extractivismo colonial, la religión católica y un tono general de patriarcado a la antigüita; Husek transcurre en el monte mismo donde viven el cacique Valentino (Juan Rivero), su nieto Leonel (Leonel Gutiérrez) y el resto de la comunidad. Estos espacios, con la participación cruzada de Ana y Leonel (ella va al monte tanto como él a la ciudad), por momentos parece que van a convertir a la película en una historia de lealtades cruzadas estilo Montesco versus Capuletto. Mejor sería recomendar el estudio de una obra como Sobre la guerra prolongada (1938), un himno a la lucha en inferioridad de condiciones que llenó de ilusión a sus lectores en países como Perú y Filipinas. Aunque Ana no llega a tanto, su viaje al monte deja abierta la pregunta de cómo es posible seguir con la hipocresía de creer que, por trabajar en proyectos de supuesto “desarrollo”, sus monótonas tareas que la hacen adicta al ibuprofeno tienen algún sentido más allá de ser la tapadera del robo de tierras organizado. Queda también la pregunta por su novia militante, también inserta en la raviolera de la alta burocracia, que al plasmarse el conflicto (cuando la gente wichi no quiere firmar el compromiso para dejar las tierras) le dice a Ana que no se meta: “tranqui, son conflictos de intereses”, como si la lucha de clases fuera una lluvia inoportuna, un hecho de la naturaleza. “Pasa todo el tiempo, mejor no te metas”.
La apropiación del pelo de Yolanda, al final de Nosilatiaj, desencadena su vuelta al monte. En la ciudad no va a encontrar nada más que explotación e incomprensión. Extrañamente, una película sobre una chica wichi a la que le quieren cortar el pelo deja el conflicto subyacente planteado de manera más clara que la intricada discusión política multilateral, con final abierto, en la que se sumerge Husek, cuyo tema literal es la apropiación originaria y el desmonte.
Nosilatiaj tiene escenas adorables, además. La personalidad de Yolanda, su aversión a las compras y al consumo, son momentos de un cine enamorado: las visitas al centro, cuando están comprando ropa o yendo a la peluquería, su desinterés por todas las cosas de la cultura colonial, sus gestos de cansancio paciente, están filmadas como si el cine estuviera en pañales. Y en cierto sentido, puede ser así. La idea del “contacto” es una ilusión para un pueblo que hace mucho sufre las malignidades del colonialismo pero puede ser interesante en términos cinematográficos: ¿en cuántas películas se había hablado wichi? ¿En cuántas habían aparecido actores del pueblo wichi, no ya actuando de wichis para la cámara, sino además actuando en una historia, componiendo un personaje (sin tener que dejar de ser wichis para hacerlo)?
La cámara es para actuar, para jugar, y la etnografía se puede ir a otro lado. Por ejemplo:
a la religión cristiana como ordenador del colonialismo extractivista. Nosilatiaj habla de una sociedad envenenada de religión, donde hay vírgenes y rosarios en cada esquina. Cuanto más nos alejamos del mundo indigena, el castigo de la religión es mayor. (La película comienza en una iglesia, con un sacerdote católico muy agotador, al que los pájaros quieren callar.)
Seggiaro trabajó con el escritor Osvaldo Villagra en el guión de Husek, y ha afirmado que buscó incorporar el “punto de vista indígena”. Y es peculiar un detalle del punto de vista indígena: ver la civilización colonial como una sucesión de ruinas. “La película transita por territorios marcados, diálogos rotos, ruinas, heridas que la apatía occidental va dejando en el paisaje y en la vida de las personas que lo habitan.” Todo empieza con un fuerte que el ejército argentino trató de construir en el monte, y que quedó así nomás. Después vemos restos de casas, de otra intentona civilizadora. Las viviendas que el estado quiere construir y ceder a cambio de las tierras van rumbo a convertirse en esas ruinas, también. Pero en cierto modo, todo el ordenamiento económico de la civilización occidental va en el mismo sentido. Los sueños de Ana de mejorar esas viviendas se parecen a una casa de muñecas (literalmente una maqueta de plástico donde los árboles son esferas blancas de plástico clavadas en el suelo).
La comunidad wichi ve el tema desde desde el futuro, una vez más: ya sabe que los intentos del estado por civilizar terminan en ruinas, pero porque son ruinas desde el comienzo, ruinas que al colonialismo le gusta repartir por ahí, en general en el sur del planeta, en todas partes.
En un viaje al monte escuchamos con Osvaldo Villagra la historia del fuerte con el que empieza la película, nos llamó mucho la atención ese lugar y esa historia. A partir de ahí empezamos a observar la cantidad de lugares abandonados y en ruinas que van quedando por el territorio, y empezamos a conversar mucho sobre el habitat de las comunidades.
La misma estructura de la gobernanza colonial que cada tanto escupe un edificio de cemento en el monte, al patrimonio cultural del mundo wichi tiende a desconocerlo. La proletarización del indígena es un sueño de la mente colonialista, que primero que nada ve al otrx como un desperdicio, sin casa ni ropa ni nada, ni siquiera lengua. El pensamiento del compañero de trabajo de Ana, que vive quejándose del “infierno” que es el monte, con “estos indios que no tienen nada y mejor que no se quejen”, representa el sentido común del colono local, que la película discute, primeramente, dejando que lxs espectadores escuchen la lengua wichi.
“Históricamente el idioma wichi ha tenido muy pocas oportunidades de ser escuchado”, dice Seggiaro. Esa invisibilización es transitiva a la percepción del paisaje, el monte. La mente colonial ve el monte vacío, también, exactamente como piensa dejarlo con las topadoras. “Toda la belleza y riqueza cultural y natural de lo que fue el Gran Chaco”, sigue Seggiaro, “salta a la vista de cualquier persona que se acerque por esa zona pero se ha intentado siempre invisibilizarla para construir la idea de que ‘ahí no hay nada’ y justificar así su destrucción. Siempre se ha instalado la idea falsa de que ese monte no tiene nada que sirva, se le dijo el ‘desierto verde’ justamente para poder cortarlo y hacer con él lo que se desee hasta llegar a vender tierras con gente adentro. Pasa lo mismo con la decisión del corte de pelo de Yolanda.”
Lo que hay en ese “desierto verde” sería oro verde, es decir, oro pobre: futuras extracciones agrícolas tras los desmontes. Mientras tanto, lxs wichis sacan la miel, la algarroba y el pescado del río, y cuidan los pájaros. También viene del monte su famosa industria textil. Husek empieza con la escena de la extracción de la miel, una maniobra sofisticada y rápida que involucra humo, enmascaramiento y machetazos (las tres ideas tácticas que el estado va a utilizar, película adelante, contra lxs mismxs wichis, para sacarles la tierra.)
Sería erróneo pensar que el problema entre lxs wichis y el ordenamiento económico extractivista es un problema de cosmovisión, y no de practicas. Si fuera un problema de cosmovisión, podemos poner la cosmovisión wichi en un frasco, lo mismo que ponemos libros en una biblioteca, para que esté cuidadita, y dejarla ahí. El conflicto es un conflicto de orden práctico, antes que nada territorial. Husek es una película más movida que Nosilatiaj, con viajes y tomas abiertas, con interiores, ciudad, monte, etc. El “mundo” del documental (o del “cine de lo real”) se mete como ruido ambiente en la ficción. El espacio colonial, el espacio indígena, espacio privado, común, familiar, laboral, todo va dejando la película llena de surcos. “Quería encontrar una zona que involucrara un poco más a la clase media y profesional, vinculada a roles estatales y a la toma de decisiones: ¿Qué pasa cuando a alguien le toca ser parte de un engranaje y toma decisiones?”, se preguntaba Seggiaro en referencia a la protagonista.
Quizás la discusión de qué puede hacer el cine por una comunidad indígena en el tránsito de ser expoliada está mal planteada, y hay que preguntarse qué puede hacer esa comunidad por el cine. La pregunta (donde el cine ya sería una forma de etnografía, sea de género etnográfico o no) está más justificada en Nosilatiaj, que presenta a lxs personajes wichis en su forma de moverse y hablar, de apoyar las manos sobre la cadera, de dejar los brazos caídos.
Pero los relatos etnográficos (cuya presencia los críticos añoran o lamentan en Husek) pueden terminar tan desterritorializados como lxs mismxs indígenas por el avance de las topadoras. La ficción es un dominio más dúctil tal vez. Seggiaro tiene conciencia de que es imposible hacer una película “sobre” el mundo wichi. A lo sumo puede hacerse una película sobre la relación que una sociedad en particular tiene con ese mundo, al nivel de sus instituciones en el sentido antropológico más redondo. Nosilatiaj cuenta la historia de una mujer infelizmente casada y la fiesta de quince de su hija, una adolescente maldita (que le tira limón en la cabeza a Yolanda, solo de envidia) en una casa infestada de vírgenes y rosarios. Si hay alguna etnografía, es la de ese mundo colonial, y no la del mundo wichi. Pero ese es el mundo un poco espantoso al que lxs wichis son transportadxs, una vez deben vender su fuerza de trabajo, como Yolanda y como todas las personas proletarizadas del mundo. De lo que no quieren ceder ni un palmo es de su forma tranquila de hacerse oír.